Cómo los aranceles ponen en peligro tu sueldo (y tu porvenir)
Trump: "Durante décadas, hemos permitido que países extranjeros se aprovechen de nosotros [...] Eso se acabó"
Quizá si cobraras un sueldo de 140.000 euros brutos anuales o más, como el de los secretarios de Estado del Gobierno de España, la política arancelaria que se nos viene encima no sería más que una simple molestia, una decisión empresarial o de inversión aplazada y motivo de comentarios en el Club de Campo, pero el sueldo más frecuente en nuestro país ronda los 15.500 euros al año, según el INE. Y con estas cifras, que un producto básico de la compra incremente su precio por una decisión de un señor que vive en una mansión de color blanco, con un sueldo público asignado de 400.000 dólares al año, 33.000 mensuales (30.000 euros), puede parecer injusto. Pero es lo que hay y la única esperanza que tiene el ciudadano que no entiende nada de lo que está ocurriendo, ni sabía que existía la palabra ‘arancel’, es que en noviembre de 2028 hay elecciones presidenciales en los Estados Unidos y habrá otras opciones en el tablero electoral.
El aire económico global se ha vuelto denso, cargado de una incertidumbre que recuerda a tormentas pasadas. La "guerra comercial", un término que ha saltado de los manuales de historia a los titulares diarios, define una era marcada por la política arancelaria disruptiva iniciada por la administración de Donald Trump en Estados Unidos. Lo que comenzó como medidas selectivas sobre el acero y el aluminio, pronto se ha convertido en una confrontación arancelaria a gran escala, principalmente con China, pero salpicando también a aliados tradicionales como la Unión Europea, Canadá y México. Estos, a su vez, respondieron con represalias calculadas. Más allá de las complejas cifras de balanzas comerciales y los debates macroeconómicos, esta marea proteccionista proyecta una sombra ominosa sobre el bienestar más tangible de los ciudadanos: sus salarios. Tanto en el bullicioso sector privado como en el aparentemente resguardado sector público, la escalada arancelaria amenaza los ingresos, aviva los temores de recesión y aumenta el fantasma del desempleo, la forma más cruda de quedarse sin sueldo.
Impulsada por la doctrina del "America First", la justificación detrás de los aranceles de Trump se ha centrado en la protección de industrias y empleos nacionales considerados vulnerables a la competencia externa y en la corrección de déficits comerciales percibidos como resultado de prácticas "injustas" por parte de otros países. Sus argumentos son falaces, sus cálculos erróneos, pero para la Historia quedará esa imagen en la Casa Blanca con un gigantesco tablón con una lista de países y el arancel aplicado.
"Durante décadas, hemos permitido que países extranjeros se aprovechen de nosotros [...] Eso se acabó", llegó a declarar, encapsulando una visión del comercio internacional como un juego de suma cero donde unos ganan a costa de otros. Sin embargo, la historia económica ofrece advertencias severas contra este enfoque. El ejemplo más citado es la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930 en EE.UU., que exacerbó la Gran Depresión al provocar una espiral de represalias globales que hundió el comercio mundial.
Esta visión choca frontalmente con los principios fundamentales de la economía clásica. Adam Smith, en "La Riqueza de las Naciones", ya argumentaba sobre los beneficios de la especialización y el intercambio basados en la ventaja absoluta, mientras que David Ricardo refinó la idea con la ventaja comparativa, demostrando que incluso si un país es más eficiente en todo, el comercio sigue siendo mutuamente beneficioso. Economistas contemporáneos como Paul Krugman han sido críticos con la lógica detrás de las guerras comerciales modernas: "Los déficits comerciales no se 'ganan' o 'pierden' como una competición deportiva," suele argumentar, añadiendo que "los aranceles son, en esencia, impuestos que pagan los propios consumidores y empresas nacionales, no el país extranjero." Más allá de la economía pura, algunos pensadores alertan sobre cómo el nacionalismo económico puede erosionar la confianza y la cooperación internacionales, pilares no solo de la prosperidad sino también de la paz.
La implementación de estas políticas desató una predecible cadena de acciones y reacciones. Estados Unidos impuso aranceles sobre miles de millones de dólares en bienes chinos, desde tecnología hasta textiles, y aplicó tarifas al acero y aluminio de numerosos países. China respondió apuntando estratégicamente a productos agrícolas estadounidenses (soja, cerdo) vitales para la base política de Trump. La Unión Europea gravó bienes icónicos como las motocicletas Harley-Davidson y el bourbon. Canadá y México hicieron lo propio antes de renegociar el acuerdo comercial norteamericano. Esta dinámica de "ojo por ojo" no solo afectó a los directamente implicados, sino que generó ondas de choque en las intrincadas cadenas de suministro globales. La incertidumbre resultante se convirtió en un freno para la inversión empresarial. Como señaló un experto en comercio internacional del European Centre for International Political Economy (ECIPE), "estamos viendo un desafío directo al sistema multilateral de comercio basado en reglas que ha costado décadas construir, reemplazándolo por la imprevisibilidad y el poder unilateral."
Los efectos no han tardado en sentirse en la economía tangible y seguirán haciéndolo tras los anuncios del 2 de abril. Para muchas empresas, especialmente en el sector manufacturero, los aranceles sobre bienes importados (metales, componentes electrónicos, químicos) significan un aumento directo en sus costes de producción. Esto las puso en desventaja frente a competidores de otros países no sujetos a las mismas tarifas o con cadenas de suministro diferentes. A su vez, los aranceles sobre bienes de consumo importados (ropa, electrodomésticos, juguetes) comenzaron a filtrarse a los precios en las tiendas. Aunque las empresas a veces absorben parte del coste para no perder clientes, una porción significativa inevitablemente se traslada al consumidor final, erosionando su poder adquisitivo. Los proveedores que dependen de componentes importados, ven sus márgenes exprimidos. Tienen que elegir entre subir precios y perder clientes, o absorber el golpe y poner en riesgo su viabilidad.
Simultáneamente, los sectores orientados a la exportación sufren el impacto de las represalias. Agricultores en el medio oeste americano han visto cómo sus ventas de soja a China se desplomaban. Fabricantes de automóviles europeo tienen mayores barreras en el mercado estadounidense. El mecanismo es claro, como explica un economista del Peterson Institute for International Economics (PIIE): "Los aranceles actúan como un impuesto, a menudo regresivo, afectando proporcionalmente más a los hogares de menores ingresos que gastan una mayor parte de su presupuesto en bienes básicos. Además, distorsionan las decisiones eficientes de producción y consumo, redirigiendo recursos hacia sectores menos competitivos artificialmente protegidos."
La amenaza directa: el sueldo
Es en el mercado laboral donde la guerra comercial muestra su cara más dura, afectando directamente la capacidad de las personas para ganarse la vida. El vínculo entre los aranceles y los salarios, tanto privados como públicos, es innegable, aunque a veces opera por vías indirectas.
En el sector privado, el impacto salarial se manifiesta a través de varios mecanismos. Primero, las empresas que asumen mayores costes de bienes o una caída en sus exportaciones ven reducidos sus márgenes de beneficio. En un esfuerzo por mantener la competitividad o simplemente sobrevivir, buscan recortar gastos. Los costes laborales (salarios, beneficios, nuevas contrataciones) son a menudo una de las primeras variables de ajuste. Esto puede traducirse en congelaciones salariales, eliminación de bonus, reducción de jornada o, en el peor de los casos, despidos. Sectores como la manufactura dependiente de cadenas de suministro globales, la agricultura de exportación y el comercio minorista que vende bienes importados son particularmente vulnerables. Como se suele decir, las guerras comerciales rara vez crean empleo neto; a menudo lo destruyen o lo redistribuyen ineficientemente.
La presión a la baja sobre los salarios, especialmente para los trabajadores de menor cualificación en los sectores más expuestos, es una consecuencia casi inevitable. Un sentimiento que se refleja en la ansiedad de muchos trabajadores. Ponemos como ejemplo un empresario que necesita piezas que vienen de Asia: Ahora dice que los costes son demasiado altos, ya hay rumores de recortes... el miedo a perder el trabajo, a no poder pagar las facturas, es real.
Segundo, si la incertidumbre económica y los precios más altos provocan una caída generalizada del consumo y la inversión (una menor demanda agregada), la actividad económica se resiente en su conjunto. Menos actividad significa menor necesidad de mano de obra, lo que presiona los salarios a la baja y aumenta el desempleo. Tercero, incluso si los salarios nominales se mantienen estables, el aumento de los precios de los bienes de consumo debido a los aranceles reduce el poder adquisitivo real de esos salarios. El dinero alcanza para comprar menos.
El impacto sobre los salarios del sector público, aunque más indirecto, no es menos significativo. Los sueldos de funcionarios: profesores, personal sanitario, policías, militares, bomberos, jueces y otros empleados públicos dependen crucialmente de la salud fiscal del gobierno. Y esta salud fiscal está intrínsecamente ligada al vigor de la economía general. Una desaceleración económica inducida por tensiones comerciales prolongadas tiene un doble efecto negativo en las finanzas públicas. Por un lado, reduce la recaudación de impuestos: menos beneficios empresariales significan menos impuesto de sociedades; menos consumo implica menos IVA; más desempleo y salarios estancados se traducen en menor recaudación por impuesto sobre la renta y más costes en prestaciones sociales. Ya lo vimos en durante la Gran Recesión (2008-2013). Por otro lado, puede aumentar la presión sobre el gasto público, especialmente en subsidios de desempleo y ayudas a los sectores más golpeados por la crisis comercial.
Este desajuste entre menores ingresos y mayores presiones de gasto agranda los déficits públicos y obliga a los gobiernos a tomar medidas de contención presupuestaria. En este contexto, los sueldos públicos suelen ser un objetivo prioritario para el ajuste: congelaciones salariales, supresión de paga extra, limitación de aumentos por debajo de la inflación (pérdida de poder adquisitivo), reducción de la contratación de nuevo personal e incluso, en situaciones fiscales más graves, recortes de plantilla o aplazamiento de inversiones en servicios públicos.
Los perdedores
Al final del día, ¿quién sale perdiendo en esta contienda arancelaria? El mapa de los damnificados es amplio y diverso. Los consumidores pagan precios más altos y tienen acceso a una menor variedad de productos. Las empresas enfrentan costes crecientes, incertidumbre que paraliza la inversión y la pérdida de mercados exteriores ganados con esfuerzo. Los trabajadores, tanto del sector privado como del público, sufren la inseguridad laboral, la erosión de sus salarios reales y, en muchos casos, la pérdida de su empleo. Y en un plano más general, la economía global en su conjunto se resiente, con un crecimiento más lento, cadenas de valor fracturadas y un aumento de las tensiones geopolíticas.
La persistencia y posible escalada de estas disputas comerciales alimentan un riesgo aún mayor: el de una desaceleración global sincronizada o incluso una recesión. La confianza empresarial y del consumidor, vital para la inversión y el gasto, se ve minada por la imprevisibilidad de las políticas. Organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) han advertido repetidamente sobre estos peligros. "Las tensiones comerciales son uno de los principales vientos en contra para la economía mundial frenando la inversión, perturbando las cadenas de suministro y erosionando la confianza, lo que en última instancia podría descarrilar la recuperación, según un informe del FMI.
Detrás de estas advertencias macroeconómicas late el coste humano del paro: el riesgo tangible de que millones de personas en todo el mundo pierdan su fuente de ingresos, con las devastadoras consecuencias sociales y personales que ello conlleva. Quedarse sin trabajo significa, simplemente, quedarse sin sueldo, sin capacidad para sostener a la familia, sin seguridad. Sin poder pagar la letra de la hipoteca.
Un mundo interconectado
En retrospectiva, la era de los aranceles impulsada bajo el lema "America First" ha demostrado que las soluciones aparentemente simples a problemas económicos complejos rara vez funcionan como se prometen. Lejos de generar una prosperidad aislada, la imposición de barreras comerciales está desencadenando una intrincada red de consecuencias negativas, muchas de las cuales recaen directamente sobre los hombros de los ciudadanos comunes a través de la presión sobre sus ingresos y su seguridad laboral. Y durante los próximos meses veremos cómo evolucionan los mercados, si todo esto no es más que una estrategia para negociar otros asuntos para que saque tajada el Tío Sam.
El impacto sobre los salarios, tanto en las fábricas y oficinas del sector privado como en las aulas y hospitales del sector público, emerge como una de las secuelas más directas y socialmente sensibles de esta guerra comercial, aunque a menudo quede eclipsado por los grandes titulares sobre negociaciones y cifras macroeconómicas. Es la conexión más palpable entre las decisiones tomadas en los despachos de poder y la vida cotidiana de la gente.
Mirando hacia el futuro, el mundo se encuentra en una encrucijada. ¿Es sostenible el camino del proteccionismo y el nacionalismo económico, con sus inevitables fricciones y costes? ¿O reside la única vía viable para evitar daños mayores en la revitalización del diálogo, la reforma del sistema multilateral de comercio y el reconocimiento de nuestra profunda interdependencia económica? En el siglo XXI, ninguna economía es una isla. Intentar construir muros comerciales es como intentar contener el océano con las manos: inútil y, a la larga, contraproducente. La prudencia y una profunda consideración de los costes humanos deberían guiar los próximos pasos en la arena económica global, antes de que la sombra de los aranceles se alargue aún más.