Gestiona el 38% del PIB; la Europa de los 15, el 46

La excesiva burocracia en la Administración Pública española

La opinión más generalizada califica la burocracia como el conjunto de personas empleadas por las administraciones públicas y a los procedimientos, más o menos complejos, que utilizan para la resolución de los problemas.

|

Burocracia2
Algunos sectores de la administración se quejan de no disponer de recursos suficientes. (Bruno Covas).
Esta semana hace un año que comencé a escribir para Sueldos Públicos, que ha conseguido atraer, en tan sólo 12 meses, la atención de más de 35.000 seguidores en las redes sociales. Cuando me planteó, el que era por aquel entonces el director del Diario, Carles Torrijos, mi colaboración quincenal en esta publicación acordamos que mis tags de publicación serían “Open Government”, “transparencia” y “participación ciudadana”.


Aún así, existen otras muchas materias, relacionadas con estas primeras, que creo que a todas y todos nos atañen, en mayor o menor medida, y que hemos de profundizar si queremos regenerar nuestra democracia. Una de ellas será en la que focalice hoy mi atención, esto es, la denostada imagen de la burocracia en nuestro país.


La opinión más generalizada califica la burocracia como el conjunto de personas empleadas por las administraciones públicas y a los procedimientos, más o menos complejos, que utilizan para la resolución de los problemas. Socialmente, la burocracia tiene “muy mala prensa”; es normal y habitual relacionarla con las calificativos de “excesiva”, “ineficiente” o “poco sensible al sentir ciudadano”.

Si realizamos una radiografía del sector público en nuestro país y la comparamos con nuestros vecinos europeos, podemos sacar algunas conclusiones que nos llevarán, cuanto menos, a modular este primer “posicionamiento ciudadano”.  Contra lo que ordinariamente se cree, el conjunto de administraciones públicas españolas tienen una dimensión mucho menor que la mayoría de los países del mundo avanzado. Nuestras administraciones públicas gestionan el 38 por ciento del PIB, mientras que en la Europa de los 15 es del 46 por ciento.


Por otro lado, en cuanto al número de personas empleadas por estas, nuestro país tampoco está a la cabeza, ya que el conjunto de administraciones públicas españolas ocupan a poco más de dos millones y medio de personas distribuidas en los tres niveles de división territorial. Ello equivale a algo menos de un quince por ciento de la población activa de España, claramente por debajo de la media europea.


En todo caso, cuando las respuestas ante las demandas ciudadanas son insuficientes por parte de la administración pública hemos de examinar qué razones llevan a ello. Una de las causas que muchos apuntan radica en las estrecheces que padece la propia administración, ya que en muchos sectores de la misma se carece de medios suficientes para satisfacer las necesidades ciudadanas. Este postulado es al que se agarran miles y miles de funcionarios españoles cuando se les exige mayor productividad: “nos faltan recursos humanos y materiales”. Si esto fuera cierto, chocaría de frente con la crítica al tamaño excesivo de nuestras administraciones: habría que ampliarlas en vez de reducirlas. Mi opinión, vistos y leídos los datos que ofrecen otros estados con un sector público mejor valorado, es que probablemente deba de ser así. Pero ello no puede producirse de cualquier manera, ya que la crítica no viene tan sólo de la excesiva dimensión de la misma sino de también de cómo se organizan y gestionan los recursos de los que disponen.


Una de las críticas más valoradas  y mejor fundamentadas es la que hace referencia al rendimiento de nuestras administraciones y, en particular, del personal que tiene adscrito. Para que esto pueda eliminarse del sentir ciudadano hemos de reformar la profesionalización de los directivos del sector público, con reconocimiento adecuado de su capacidad, de su dedicación y de su retribución, y evitando la promoción de los mediocres en detrimento de los mejores cualificados. Aquí es de vital importancia que los intereses sociales prevalezcan sobre los blindajes gremialistas o las conveniencias electoralistas. Con referencia a ello, no quiero olvidarme del sector de los asesores políticos o personal de confianza de las autoridades y cargos electos de nuestro país. Son necesarios expertos, conocedores de la administración pública y la ciencia política, para poder asesorar en las numerosas materias que atañen y afectan a miles, cuando no  a millones, de contribuyentes. Al igual que para ser político se requiere de unas aptitudes, en muchas ocasiones innatas, al asesor político se le debe exigir otras aptitudes adquiridas a lo largo de su paso por las diferentes universidades de nuestro país.


Por otro lado, una mejor gestión del personal refuerza el impacto positivo de las nuevas tecnologías, otra de las armas para mejorar el rendimiento de la gestión pública. La llamada administración electrónica debe avanzar en todos los sectores, no sólo en los referentes a la fiscalización y recaudación.


Finalmente, la administración del siglo XXI ha de ser una administración que dé cuentas de los recursos que se consumen, sobre todo porque esos recursos provienen del esfuerzo fiscal de todos los ciudadanos. Por ello, es imprescindible que salga a la luz la evaluación periódica de los resultados de sus programas y servicios. La sociedad debe de dotarse para ello de instrumentos objetivos y transparentes para ejercer esa supervisión, tal y como realizan administraciones públicas de otros países donde su prestigio goza de mejor salud que en España.


Además, tenemos que romper con la caricatura del burócrata tradicional donde persisten a día de hoy unos trazos muy marcados: aversión a la transparencia informativa, afición al lenguaje técnico y jurídico, resistencia a la innovación, terror a la evaluación de su rendimiento laboral, etc. Para muchos profesionales del sector público esta caricatura es injusta, pero hemos de reconocer que todavía son los rasgos definitorios de gran parte del funcionariado español.

El debate sobre el tamaño y la función de las administraciones públicas se ha agudizado con la crisis que estalló en 2008. No parece que esta crítica sea injusta o infundada si se tiene en cuenta que la misma experiencia de la crisis da a entender que no fue el exceso sino la ineficiencia de la administración la que contribuyó, en gran medida, al desgobierno de la economía y a sus funestas consecuencias sociales. Pese a ello, no ha cesado de planear en nuestra sociedad la sospecha sistemática sobre el papel de lo público, una sospecha interesada que acaba deslegitimando toda política orientada a avanzar en solidaridad social.


Los problemas a los que se enfrenta la administración pública de nuestros tiempos no son sencillos. Al igual que sucede con los problemas políticos, los públicos administrativos no pueden ser atribuidos a una sola causa. Ya nos gustaría a los politólogos, que el mundo fuera tan sencillo como para poder resumirlo en afirmaciones como “la culpa es de los políticos” o “Internet es la solución”.


Autor de la fotografía: Bruno Covas.